domingo, 10 de enero de 2010

El maestro de yudo de siete mil asturianos

LA NUEVA ESPAÑA
El maestro Shu Taira quería ser actor de teatro lo que le condujo a París con las artes marciales como modo de vida. Enamorarse en Oviedo decidió su futuro


Shu Taira se siente un hombre sin nacionalidad -mitad japonés, mitad español- y muy afortunado. El maestro Oviedo recuerda que quiso ser actor en Tokio. El teatro le trajo a Europa y querer a una española le dedicó al yudo.

Shu Taira y Ángela Alonso, el día de su boda, en noviembre de 1968

JAVIER CUERVO. Shu Taira era actor y estudiante de arte dramático en el grupo de teatro «Mingei» de Tokio, que representaba obras occidentales para disfrute de las clases medias cultas. En 1967 esa dramaturgia volvía locos a los jóvenes y pertenecer a ese grupo era un privilegio.

Hacía dos años que Shu Taira había acabado Económicas y compartía un apartamento de seis tatami (4x4 metros) con un amigo. Había hecho unos cuantos papelitos en teatro y televisión -en policiacos o en dramas de guerra como «Zero sen»- y acababa de rodar un papel protagonista como samurái del Japón feudal en «Amor en el Pacífico», un largometraje dirigido por un estadounidense, pero no estaba seguro con aquel modo de vida y sentía que necesitaba otra formación. Quería ser actor de teatro y aprender en el París de Jean-Paul Sartre, su referencia de joven existencialista japonés. Su judogui haría posible su ambición. Desde los Juegos de Tokio de 1964 el judo era deporte olímpico y estaba de moda en todo Occidente.

El cultivo de esta arte marcial era parte del plan que su padre había diseñado para él. Tsuson Taira, un padre estricto, era sacerdote budista en un templo que fue levantado en el siglo XIV. Desde hacía seis siglos, los primogénitos de la familia eran sacerdotes. Se decía que descendían de Shinran, fundador de la escuela de budismo Jodo-Shinshu, quien determinó que cualquier persona del pueblo, incluidos ladrones y asesinos, podrían salvarse.

Tsuson Taira tenía cientos de cargos honoríficos y sociales. Entre ellos, presidía la Federación de Judo y era concejal. Hombre de la era Meiji (en la que Japón se abrió a Occidente), quería que su hijo Shu, último de los varones, hiciera judo y aprendiera inglés para salir de Japón con un medio para ganarse la vida y un idioma para entenderse.

Desde finales de Primaria Shu pertenecía al club de teatro. Esa afición, que sintió desde los 9 años y que vio recompensada a los 18 años con un premio al mejor actor, no era mal vista en casa. Pero si no descuidaba el judo.

Shu Taira dejó a los 19 años la segunda ciudad de Hokkaido para estudiar en la Universidad de Tokio gracias a su beca de judoca y cursó Económicas. Hubiera preferido hacer Literatura Inglesa, pero le exigían una presencia incompatible con el deporte. Sus primeros años universitarios los vivió en una residencia de judo.

Shu Taira dejó a los 25 años Japón para aprender teatro en Occidente, dos años en París, defendiéndose económicamente como profesor de judo. Un día de comienzos de julio de 1967 salió del puerto de Yokohama, a sesenta kilómetros de Tokio, en un transatlántico que le llevó hasta Rusia, el Transiberiano le acercó a Moscú y un avión le dejó en el aeropuerto de Orly, tres días después. Con «oui», «merçi» y 200.000 yenes, Shu Taira llegó al hotel Raffaet, cerca de Opera, ignorando que el verano era inhábil en Europa y que el París de la escuela de teatro y de los gimnasios de judo estaba cerrado hasta septiembre. Visitó Montmartre, Louvre, le Quartier Latin, compró una vespino y se fue a Lausana a ver a un compañero de Universidad que enseñaba judo en la ciudad suiza.

Acabando el verano recordó a Takeda, otro compañero de universidad algo mayor que él, que estaba en Madrid. Franco, flamenco, Don Quijote, «El barbero de Sevilla», fin de cuanto sabía de España, donde le apasionó la profundidad del cielo. Barcelona, gimnasio, combate, vespino, carretera, al salir de una curva vio en lo alto de la montaña la silueta de un toro negro y gigante. Sólo volvió a arrancar cuando se dio cuenta de que no era de verdad.

Pasada Zaragoza, aquella moto a la que no le cabía un parche más se negó a seguir rodando. La escondió entre unos árboles, extendió una bandera japonesa y el pulgar de la mano derecha y un Seat 600 con dos representantes de comercio le dejó en Madrid, donde Takeda y el judo le ayudaron a vivir. No tenía un duro para volver a París.

Takeda le habló de que en Oviedo había un club de judo, que había ayudado a fundar, donde necesitaban un profesor.

En septiembre de 1967 Shu Taira se hospedaba en una pensión de la calle Milicias Nacionales, enseñaba judo en un gimnasio de la calle Monte Gamonal, ahorraba dinero para regresar a París? y tomaba café en La Mallorquina. Como ella, que era de piel morena, melena espesa y ojos muy negros, todo lo que un japonés espera que sea una española. Tenía 20 años y estudiaba Derecho.

Se miraban.

Un día la invitó al café. Se llamaba Ángela Alonso y era simpática. Había nacido en Madrid, su padre estaba destinado en León y ella había venido a estudiar a Oviedo.

Cuando, pasados unos meses, Shu Taira le preguntó en mal español si quería casarse con él, ella aceptó.

Cuando le propuso vivir en Japón para que él pudiera ser actor, ella hizo, embarazada, aquel viaje terrible.

Cuando, meses después, comprobaron que era imposible iniciarse en el teatro y mantener una familia volvieron a la capital asturiana. En Oviedo les habían despedido con cariño y para siempre, igual que saludaron su regreso.

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